Alejandra
Otoño del setenta y dos.
Alejandra ha perdido el tacto de sus manos.
Vive entre dos historias mortales, en regiones opuestas a la sombra.
Entre conjeturas y marañas percibe una quietud profunda, un infinito silencio.
Escondida en su memoria sepulta su miedo.
Esa manía que tiene por vivir la condena a gritar palabras mutiladas, ensangrentadas.
El tiempo que la quiso se deshace en un infinito hambriento.
La flor invisible de su juventud ya es indiferente al vértigo y a la palabra.
Por aquellos días el Río de la Plata estaba en calma.
Alejandra pasea por su ribera entre galerías de sonidos.
A lo lejos una gaviota cruza su intimidad.
El cielo se eterniza y las estaciones giran sin detenerse.
Son la sal de la tierra.
Algo se adentra en su alma y visita su cuerpo como quien pasea por la vida.
Luego, desaparece en un destello.
El honor es como un cielo lejano y Pizarnik ya tiene todas las cartas boca arriba.
Una bombilla rota y apagada anuncia su final.
A lo lejos, se oyen pasos.
Un movimiento oculto abraza toda vida y toda muerte.
A mí, me quedan sus palabras y sus calles.
Su silencio.
Sus poemas sin rostro y su pensamiento apagado.