Mientras las hogueras encendían los secretos de las familias, la mañana comenzaba a dar luz a la ciudad. Las viejas culpas se agolpaban, los meses se acumulaban y Gerard sentía como si su corazón se llenara de intrusos. Malos pensamientos, ideas derramadas. Le habían dicho desde niño que la claridad venía del cielo, que todo sucedía afuera. Una ausencia extendida sobrevolaba su mente. A su descontento se sumaba el peso de los años. El tiempo corría como quien asesina y su carnet del club de tiro, ya de color sepia, le recordaba la llegada del ocaso y el delito cometido. Años atrás, después de un misterioso gemido, había dado muerte a Gaspard. Aquel día Gerard había descubierto que Gaspard lo abandonaría. Era aquella una relación prohibida y, por ende, apasionada. Los dos estaban casados y eran medio hermanos. Desde entonces, cada tarde, Gerard acudía a su tumba en el club de tiro, allí lo había sepultado. Le hablaba con la intención de despertarlo. Ahora la pasión era un viaje inútil.
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