Había pasado con él un instante que duró cuarenta y siete años. Antes del alba todo sabía a otoño. De sus ojos salían lágrimas que me sonreían y, en aquellas horas de angustia, pensé: Nadie debería morir sin haber amado. Él había intentado amar como en las canciones, pero ya era tarde y se marchitaba en un sillón. Todo ocurrió un día de tormenta, antes del alba y en víspera de domingo. Como todos sabemos, siempre hacemos algo por última vez; se levantó apresuradamente del sillón, puso música de piano, marcó un número de teléfono y habló con alguien. Le pidió que viniera a visitarlo para bailar con él “Les feuilles mortes” antes de morir. Después se despidió y en los matices del amanecer se fue.
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