Un vendaval de ternura se concentraba en las faldas de aquellas mujeres. Parecían estar dotadas para evitar la extinción de la especie humana. La palabra esperaba una boca sabia que la pronunciara. Les pregunté por la estrategia que utilizaban para tal fin. Una de ellas me respondió que el sentido del olfato le parecía el más evocador. Me explicó que nos permite revivir episodios remotos en una sola ráfaga de tiempo.
Otra de las mujeres se acercó a mí y me dijo: “Yo ya he estado aquí. Cientos de veces he estado yendo y viniendo. Te he conocido y te he reconocido una y otra vez. Has sido mío y volverás a mí una y mil veces más.” No supe qué responder. Permanecí en silencio. Mi inquietud y mi curiosidad fueron en aumento. Antes de irme, el azar había removido mi vida y la de todas las mujeres. Anochecía. Había olvidado tomar notas y no lograba recordar ni una palabra de lo que había vivido aquella mañana. Una farola rota y apagada anunciaba que algo había sucedido en la casa azul donde vivían aquellas mujeres. Después comencé a recordar que algunas de ellas aparecían como sombras, unas dormían y otras deambulaban desveladas. Los recuerdos se iban volviendo nostalgia y yo no entendía el porqué de aquella sensación. Recordé también que una de ellas, al despedirme, se acercó a mí y me dijo: “Cuando no sepas dónde estoy búscame en París. Venimos de Olympe de Gouges, la hija no querida de la Ilustración, la responsable de la Declaración de los Derechos de la Mujer. Habla de nosotras. Si cuentas lo vivido nos mantendrás con vida. Ya has entendido que de nosotras depende la existencia de nuestra especie. Una mirada injusta basta para mandarnos al infierno y solo unas pocas mujeres podrán bajar a ese infierno y rescatar las lágrimas que no se han secado.” Aquella noche dormí bajo la sombra de la luna. Es la única que sospecha la verdad.